Diario de una extraña
Estábamos muy ilusionados con nuestro nuevo hogar. Regresaba
a mis raíces, al pueblo donde mis abuelos paternos habían nacido y vivido hasta
que decidieron trasladarse a la ciudad para procurarles a sus hijos un futuro
más halagüeño. La casa no era muy grande, pero sí bien conservada y suficiente
para nuestras necesidades. Lo mejor era el espacioso terreno que la rodeaba y que
pretendíamos destinar en su mayor parte a huerto, pero dejando, eso sí, la parte
delantera para un jardín, donde Sole
pudiera plantar sus flores.
Hicimos el traslado de nuestros pocos enseres
en la vieja furgoneta de un amigo. Teníamos prisa por empezar a vivir allí, así
que decidimos instalarnos cuanto antes, aunque fuera precariamente, e ir
arreglando las cosas poco a poco. En la casa habían quedado algunos muebles
aprovechables y con eso y lo nuestro nos podríamos apañar de momento.
Me
dispuse a montar una cama para pasar nuestra primera noche en lo que iba a ser
nuestro dormitorio. Mientras, Sole se afanaba en adecentar la cocina y preparar
algo para la cena. Estaba intentando encajar el somier, cuando me llamó desde
abajo:
— Juan, Juan, asómate, mira lo que he
encontrado.
Me acerqué al hueco de la escalera y vi que en sus manos
sostenía una libreta con las tapas de hule rojizo.
—Bah, es sólo una
libreta mugrienta, se la dejarían olvidada los anteriores propietarios; no creo
que merezca la pena intentar devolverla, mejor la tiras. ¿Dónde estaba?
—Logré sacar el cajón
de la alacena, que estaba atrancado y ví que tenía un doble fondo; allí estaba
la libreta, pero no creo que sea de los últimos dueños de la casa, parece más
bien un viejo diario…
—Entonces no
deberíamos leerlo; no está bien fisgonear en lo que otra persona ha querido
mantener oculto —protesté, al tiempo que Sole
lo abría y, con cara de asombro, exclamaba:
—Fíjate, la primera
fecha es el dieciséis de mayo de mil ochocientos noventa y ocho, pero no acierto
a descifrar el nombre, las letras están ya muy borrosas...
— Sole, déjalo
ya…quien escribiera ese diario ya debe estar muerto hace tiempo…
—No, espera, aquí pone …Auro…Aurora…no, Aure…Aurelia, ¡eso es!
¡Aurelia Labarta! ¿No te suena ese nombre?
—No, para nada, aunque
Labarta es un apellido frecuente por esta zona…y sí, ahora me viene a la mente
la imagen de mi abuela mencionando a una
tal ama Aurelia con la que, al parecer, se crió . La recordaba con mucho cariño.
Creo que era la maestra del pueblo y, si no estoy equivocado, aquí estuvo en
tiempos la vivienda destinada a los maestros.
—Ahí va (aibá), pues
todo cuadra. Anda, vamos a ver qué dice el diario…
Hoy, dieciséis de mayo de mil novecientos noventa y ocho es
un día muy especial para mí. Al terminar las clases de la tarde, cuando haya
mandado a los zagales a sus casas y recogido el aula, iré a casa de Don Julio, recogeré a la Pascualilla y me la traeré
conmigo. La pobre se ha quedado huérfana a los dos meses de nacer. La madre
tuvo un mal parto y anteayer la enterramos. El padre, con otros seis hijos varones
en la casa, no sabía qué hacerse con la criatura, que no para de llorar y no
medra, así que me pidió que me hiciera cargo de ella, al menos hasta que se
haga mocita. De los gastos que ocasione la crianza se encargaría él y como compensación
por el gran favor que le hacía me prometía una renta vitalicia. Convinimos en lo de los gastos porque no quiero que a la
niña le falte de nada, pero no quise aceptar la renta, por mucho que Don Julio
insistió. La idea de tenerla me ha
devuelto la ilusión.
Pascualita va ser para mí la hija que no pude tener y yo voy
a ser la madre que ha perdido, va a llenar mis días y, sobre todo, mis noches.
De ahora en adelante, cuando cierre la puerta de la escuela, ya no sentiré la
amarga desazón de la soledad. ¡Qué mejor
renta que esa puedo tener …!
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