por Miguel Angel Marín
Apoyado en la barra del bar había
un tipo interesante. Cuando me fijé mejor, vi que era Alfredo Gutiérrez, el
asesor del presidente del partido político rival. Se decía que era el verdadero
cerebro, el que escribía aquellos discursos memorables de su líder. Lo había
visto en la tele pero la verdad es que esta no le hacía justicia. Era un tipo
alto, moreno, con barba de tres días, la nariz un poco larga, unos labios finos
y unos ojos negros y profundos. El típico intelectual despistado y atractivo.
Vestía una gabardina beige y unos vaqueros desgastados. Estaba absorto, mirando
al vacío. De pronto sacó una libreta marrón de un bolsillo interior de su
gabardina, anotó algo y volvió a guardarla. Estábamos en elecciones y yo había
sido nombrada recientemente asesora de un vicepresidente de mi partido. Pensé
que si me lo ligaba podría sonsacarle alguna información que me valiese para
ganar puntos y trepar en mi propia estructura. Me imaginé como una moderna
Mata-Hari, dispuesta a utilizar mis encantos para conquistarlo. Podía descubrir
algo importante además de ligarme a un tío bueno. Me desabroché un botón más de
la camisa y me acerqué a él como por casualidad. Conectamos enseguida. Era un
buen conversador. Me sorprendió su humildad, su amabilidad y su buen talante. Y
quedó claro que estaba por mí. Después de charlar un buen rato nos fuimos a
cenar a uno de esos restaurantes que estaban tan de moda entonces entre la
gente bien. La verdad es que la velada discurría con fluidez, entre risas y
confidencias y que sorprendentemente nos encontrábamos muy a gusto el uno con
el otro. En un momento determinado se ausentó para ir al baño. Ni corta ni
perezosa, aunque con un poco de remordimiento de conciencia, registré los
bolsillos de su gabán. Encontré la libreta. Me sorprendió que todas sus hojas
estuvieran en blanco. Todas salvo una en la que ponía:
Abanibí abanebé. Cotilla.
Nueve meses más tarde nacías tú.
Por cierto, aquella legislatura
nuestros partidos gobernaron en coalición.
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