Por Eva Fernández
Águeda se puso muy pálida y no contestó. Casi no pronunció palabra en las semanas siguientes. Tan solo bordaba sentada junto a la ventana, porque al contar los puntos evitaba pensar y el sonido de las maderitas de boj apaciguaba su espíritu.
Águeda se puso muy pálida y no contestó. Casi no pronunció palabra en las semanas siguientes. Tan solo bordaba sentada junto a la ventana, porque al contar los puntos evitaba pensar y el sonido de las maderitas de boj apaciguaba su espíritu.
Una tarde, ensimismada en sus negros pensamientos se
descubrió maquinando su venganza.
Escondería semillas de escaramujo entre los bordados, para que se
pincharan con ellos y no pudieran dormir.
La inocencia de su venganza le hizo sonreir y una lágrima escapó por su
mejilla.
No, no podía hacerle nada malo a su hermana, aunque sintiera
que la había traicionado. Entonces tuvo una idea mejor. Se puso su vestido de
tarde lila, y se colocó el sombrero a juego, un poco ladeado y lo sujetó con horquillas al cabello, para
que no se moviera. Se giró un poco para comprobar en el espejo que las
horquillas no se veían y se pellizcó las mejillas, para darles un poco de
color.
Se subió a una silla y cogió de encima del armario un capazo
amplio. Cogió una sábana limpia de la cómoda y envolvió en ella los juegos de
cama doblados del baúl, los de su propia dote, los mejores, con esas puntillas
de laberintos intrincados que nadie que conociera era capaz de trazar.
Salió de casa sin que nadie advirtiera su partida. Cuando su madre fue a avisarle de que se iban
al teatro observó estupefacta desde la ventana como Águeda cruzaba la plaza con
paso decidido y un pesado capazo bajo el brazo.
Dos horas después Águeda regresó con una amplia sonrisa y el
capazo vacío. Nadie se dio cuenta de su
regreso tampoco, pues todos se habían ido al teatro. Solo Remedios, la chica, que le abrió la
puerta la vio llegar.
Había vendido todo su ajuar al convento, sin que sor
Inmaculada, la madre superiora, regateara ni un céntimo el precio que había
pedido. En ese mismo instante dejó de
esperar un hombre fuerte para respetarle, bueno para quererle y empezó a tejer
su propio destino.
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