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ALBERTO Y LA SEÑORA

Oí como se abrían las puertas del ascensor, e , inmediatamente después, el sonido de unos pasos amortiguados sobre la moqueta del pasillo justo antes de abrir la puerta.
Ahí estaba esa extraña, despeinada, con la falda sucia y arrugada, preparada para arrearme un bolsazo a la menor oportunidad.
-          Creo que ha habido un lamentable error, señora.- Me apresuré a decir.
-          ¿Cómo que un lamentable error, Alberto? Dejame pasar, por favor, que llevo una hora esperando ahí abajo y tu, nada, hasta que te he visto asomado al balcón.
-          Que no, que no, que yo no la conozco de nada.
-          ¿Pero como que no me conoces? Soy yo, papá, que solo he bajado un momento a comprar una botella de agua, ¿No te acuerdas?
Fruncí el ceño, confuso, y giré la cabeza hacia la cama, que de repente aparecía perfectamente hecha y sin rastro de mi recién estrenada esposa, pese a lo cual alcancé a balbucear.
-          No, no.  Si yo me acabo de casar, mi mujer está un poco indispuesta. Ahora mismo sale. ¿Carmen?
Se asomó conmigo al cuarto de baño, y allí no había nadie tampoco.  No reconocí a los dos extraños que se reflejaban en el espejo del lavabo, pero sus movimientos eran simétricos a los nuestros, por lo que necesariamente, aquel desconocido de bigote canoso y ojos cansados debía de ser yo. Me palpé la cara y el individuo del espejo hizo lo mismo. Y entonces me eché a llorar, sin poderlo remediar, mientras ella me abrazaba a mi, y la del espejo a aquel bigotudo que también lloraba.
Y las dos decían, - No pasa nada, no pasa nada. Venga, tranquilízate. Nos íbamos a bajar a dar un paseo por el parque, ¿te acuerdas? Al Retiro, que es igual de bonito que el parque de Maria Luisa. Cerró la puerta del cuarto de baño con cuidado.
Luego me ayudó a ponerme la chaqueta y salimos de la habitación. La seguí por un largo pasillo y la esperé mientras cerraba la puerta con llave. 










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