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El botín del pirata

Por Eva Fernández

Mi vista se pierde en el horizonte. Escucho el sonido del mar, mientras dejo que la espuma de las olas bese mis pies y saludo a mi nueva vida zambulléndome de cabeza. 



Solo han pasado tres días desde que tras llegar a trabajar al banco, a primera hora de la mañana, me estallara la noticia bomba.
Cuando me senté, y abrí el correo, tenía un mensaje de la Jefa de Recursos Humanos, citándome a las 9 en su oficina.

- No me huele a un ascenso, la verdad.- Pensé. Cuando franqueé la puerta de su despacho, su cara de póquer me lo confirmó desde la trinchera de su mesa. 
- Buenos días, Juan, siéntese, por favor.
- Buenos días, Laura.- Contesté.- No le iba a dar facilidades. Que me dijera lo que me tuviera que decir.
- Ya sabe que estamos en un difícil proceso de ajuste del sector. – Empezó, sin dejar de darle vueltas al bolígrafo entre sus dedos. – Usted ha estado trabajando poco tiempo con nosotros, y a pesar de su brillante curriculum, y su impecable trabajo, nos vemos obligados a prescindir de sus servicios, por lo que le comunico que no vamos a renovar su contrato, que finaliza pasado mañana.

Sin más comentarios se levantó de su sillón, salió de detrás del bunker de sus papeles, y me acompañó hasta la puerta.
- Ha sido un placer contar con usted. Que tenga mucha suerte.
- Igualmente, he aprendido mucho. Ha sido una experiencia muy enriquecedora.
– Mentí descaradamente.  


Nueve horas después estaba en mi casa, con una copia espejo del servidor, transfiriendo a mi ordenador los datos de los archivos de los grandes clientes y ordenando un traspaso de los intereses que el banco se embolsaba a su costa a una cuenta de un paraíso fiscal, una isla con unas playas infinitas de arena blanca y aguas azul turquesa, a nombre de Jack London. Ya que estaba, infecté también con un virus troyano todos los programas informáticos del banco.
Por último, reservé un billete de avión, solo de ida, a esta isla, donde me esperaba mi botín y las olas no tenían prisa. 


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