por Miguel Angel Marín
El avión despega. Pronto, el
aeropuerto, las carreteras, los páramos amarillos y solitarios van disminuyendo
hasta desaparecer entre un mar de nubes de algodón. Me despido sin palabras de mi
tierra, de mi gente, de todo lo que he sido hasta ahora. Pero sobre todo de él.
¿Qué me espera al otro lado? Quién sabe. No importa. Solo quiero olvidar. Poner
tierra de por medio.
Lo conocí en la fiesta de
cumpleaños de Marga. Luis, chocó contra mí, derramándome la bebida. Fue verlo y
saberlo. Iba a ser él. Aquellos ojos grises, tristes y enternecedores, me
conquistaron al instante. Dibujo una sonrisa mientras recuerdo sus torpes
excusas por el accidente. Todo compungido, rojo como un tomate, repitiendo una
y otra vez, perdón, perdón. Era un muchacho alto y desgarbado, algo rubio y
desaliñado. Un encanto.
Aquella misma noche hicimos el
amor en mi piso de estudiante por primera vez. Pieles desnudas y sábanas
revueltas. Olor a sexo. Desenfreno. Éxtasis sensual.
Desde aquel día algo cambió en
mis adentros. Una fiebre, un hambre infinita se adueñó de mí. Luis era como una
droga. No podía controlarlo. Solo podía pensar en él, sobre él, bajo él, tenerlo
dentro, abandonarme en él. Apenas comía, olvidé mis amistades, dejé los
estudios. Me quedaba despierta por las noches contemplándolo mientras dormía
agotado tras el sexo, deseando que se despertara, que se recuperara, para
volver a hacerlo mío, una vez más.
Luis fue de más a menos.
Apasionado y atento al principio, fue espaciando los encuentros, haciéndose huidizo
de mis abrazos, distante. Mientras yo me
consumía en la pasión, el deseo, el ansia.
Me llegaron rumores de que había
otra. Una tarde lo vi de lejos besarse con aquella otra. Enloquecí.
Fui a su piso y le grité, lloré, le
arañé, le supliqué.
Y él me dejó.
Cuando más tarde en mi piso me contemplé
en el espejo despeinada, desaseada, el rímel corrido, con el rostro de ida y
con un cuchillo en la mano, me asusté. Decidí aceptar aquel Erasmus pendiente y
marcharme del país. La distancia es el olvido.
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