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Alumna particular


Por Cristina Grande.

Me parece que estoy embarazada.  Hoy tenía que haberme venido la regla.  Siempre me viene puntual y por la mañana.   La farmacéutica ya me ha advertido de que es demasiado pronto para hacer la prueba. Aun así he comprado un Predictor.  He leído las instrucciones varias veces, pero sigo indecisa.  No sé si esperar un par de días o hacerlo ahora mismo.  Lo malo es que si me sale positivo me da un infarto y no hay nadie en casa. Y si me sale negativo, voy a seguir con la duda, y tendré que comprar otra prueba el lunes.
No puedo llamar a Herbert porque es sábado.  En estos momentos, estará con su mujer y sus hijos en la casita del pantano.   Para mí, los fines de semana son como un desierto.  Como cruzar un desierto sin agua ni provisiones.
Herbert era mi profesor de alemán en la Facultad.   Al principio, no me gustaba especialmente.  Era un buen profesor, sin más. Pero hacia el segundo trimestre, después de Navidad, noté que de cuando en cuando me lanzaba miradas espesitas.  Sus ojos grises tiraban de mí.  Yo no me atrevía a pasar de repente de la penúltima a la primera fila.  Pero sus ojos tiraban de mí con insistencia.  Y acabé por sentarme en la primera fila, justo en la esquina del pasillo por la que él pasaba veinte o treinta veces durante la clase.
Creo que todo el mundo se daba cuenta.  Era evidente que me salía un surtidor naranja de la cabeza cada vez que Herbert pasaba a mi lado.  A veces me rozaba el brazo con el borde inferior de su chaqueta.  El sudor, entonces, me caía al suelo por el codo.  Yo salía agotada de sus clases, como si fueran clases de natación contra corriente.
También ahora estoy agotada.  De tanto pensar.  Ya no sé si tengo náuseas o es solo hambre.  Tengo que tranquilizarme.  No puedo estar mirándome la braga cada media hora.  Hoy llevo esa braga que a él le gusta tanto.  Dice: “Me encanta esa braguita azul Prusia”.  Y a mi me encanta cómo pronuncia las palabras azul Prusia, con un fuerte acento alemán. 
Tengo algunos síntomas,  como que me duelan terriblemente las tetas.  También dicen que cuando te quedas embarazada, con la primera falta aumentas de golpe dos tallas de sujetador.   Pero a mi esos síntomas se me presentan casi todos los meses a causa del síndrome premenstrual.  Hay días en los que sólo por amor puedo permitirle a Herbert que me las magree como si nada.  Herbert dice que antes de conocerme le gustaban las mujeres de pechos breves porque son más viciosas, pero que ya ha cambiado de opinión.
Cuando entro en su despacho y veo que echa la llave por dentro, ya sé que me va a quitar la camiseta y el sujetador inmediatamente.  Siempre me da un poco de vergüenza verme en tetas.  En cambio, no tengo ningún problema a la hora de quitarme las bragas.
No sé muy bien cómo pasamos de las miraditas en clase y por los pasillos a encerrarnos en su despacho.  La primera vez, Herbert estaba mucho más nervioso que yo.  Supongo que también tiene mucho que perder.  Estoy convencida de que nunca había hecho nada parecido con ninguna de sus alumnas.  Seguro que no.  En cambio a mí no es la primera vez que me pasa.
Lo que sí recuerdo es que después de un examen oral, me acompañó a la puerta, y sin previo aviso me dio un muerdo con lengua que me hizo tambalearme.  Entonces dijo: “mi Lolita”. Y yo le puse una mano en la boca y otra en la entrepierna.
Me gusta que me susurre al oído palabras en alemán.  En el fondo es una lengua que detesto, pero me hace ilusión que se tome tan en serio su papel de profesor particular.
El curso termina la semana que viene.  No quiero ni pensar en lo que va a ser de nosotros.  En agosto se marcha a Berlín con su familia.  Casi mejor, porque aunque estuviera aquí no podríamos vernos.  Ni llamarnos.  Y eso es todavía más duro.
Si el lunes no me ha venido la regla, mearé en un frasquito y me iré a su despacho con el Predictor y el frasquito.   Podría evitarle ese mal rollo, pero no sé… En realidad, creo que también Herbert debería sufrir un poco.


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