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Amistad.


Por Andrea Sanz.

Después de 20 largos años de amistad, había llegado el momento de despedirnos.
No me hacía a la idea de que nos fuéramos a separar después de tanto tiempo. No me hacía a la idea de vivir en países diferentes ni de no saber cuándo sería la próxima vez que nos veríamos. Si es que había una próxima.
Era algo que ya sabíamos que pasaría tarde o temprano. Ella siempre me decía: “Algún día me tendré que marchar. Como dice mi madre, el destino está escrito y mi destino es fuera de España, buscándome la vida para encontrar mi verdadera vocación.” Y yo siempre le contestaba vacilona: “Si sí, el destino está escrito, pero yo tengo tipex.” pensando que realmente ese día nunca llegaría.
Pero toda esperanza desapareció cuando le salió un trabajo en Canadá como traumatóloga. Parecía que después de tantos años estudiando la carrera de medicina, al fin había encontrado algo en condiciones y que le apasionaba.
Obviamente me alegraba por ella. Era más que mi mejor amiga, era mi hermana, y todo lo bueno que le pasase me iba a alegrar. Aunque una pequeña y egoísta parte de mí solo quería que se quedase, que no se fuera, que fuera médica aquí en España.
“Atención, pasajeros del vuelo 13A03 con destino Canadá, acudan a la puerta de embarque 6, gracias.”
Había llegado el día, el momento. No había marcha atrás. Así que mientras la acompañaba hacia su puerta de embarque intentando mantener la compostura y no derrumbarme ahí mismo de tristeza, comencé a recordar todos los momentos que habíamos vivido juntas.
Desde simplemente decirnos hola y adiós en nuestro primer año de instituto, hasta ser mi madrina de boda. Desde escapadas nocturnas para ir a alguna fiesta a la que no teníamos permiso de ir, hasta pasar noches en el hospital porque a alguna de las dos nos habían ingresado.
Habíamos vivido cientos, miles de momentos juntas. Algunos malos, la mayoría buenos. Y el hecho de que se fuera a marchar sin tener la garantía de que volvería… me destrozaba por dentro.
Antes de embarcar, se giró hacia mí y comprobó que estaba llorando, algo que había estado intentando evitar y que no había conseguido controlar. De inmediato, me dio un fuerte y cálido abrazo, de esos que te reconfortan el alma.
-          Te prometo que volveré, y cuando lo haga, nada nos volverá a separar. – Dijo con una sonrisa. Sonrisa que siempre conseguía calmarme. – Te quiero, no lo olvides.
Fui incapaz de articular palabra de la tristeza que sentía, por lo que nuevamente la abracé lo más fuerte que pude.
“Te quiero, no lo olvides” esas habían sido sus últimas palabras justo antes de embarcar en el avión e irse. Yo, boba de mí, me quedé pegada al cristal del aeropuerto viendo como su avión despegaba, con la esperanza de que cumpliera su promesa de volver algún día.

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