por Miguel Angel Marín
Hace una tarde infernal. El sol se escondió hace mucho detrás
de unas nubes oscuras y amenazadoras. A ratos cae una llovizna fría, inhumana,
desagradable. Ramiro pasea embozado con su largo abrigo y su bufanda gris. El
tedio, ese cáncer persistente, cala sus huesos. Casi sin darse cuenta se
encamina hacia el casino. Un edificio neoclásico, oscuro por fuera, emerge en
el paseo. Una vez dentro, todo es oropel, boato. Lámparas de araña, alfombras
coloridas y polvorientas, muebles de caoba, servicio exquisito. Ocupa su lugar
en una partida de cartas. A su derecha, el conde de no sé qué, un anciano de
mirada mezquina y manos artríticas. A su izquierda el marqués de no sé cuánto,
un hombre altísimo y delgado de cara pálida y nariz afilada. No hace el
esfuerzo de recordar sus nombres, para qué, las conexiones neuronales solo
serían más alimento para los gusanos que han de venir. Le saludan afectuosos, no
en vano son sus mejores amigos. Ramiro solo se permite un pequeño movimiento de
cabeza. La noche transcurre apática entre bazas, ahora tuya, ahora mía, y copas
de licor, hasta que ya avanzada la velada las cartas por fin dan juego. A todos
se les dibuja una mirada lobuna. Todos van. Suben las apuestas. Los mirones se
acercan a la mesa oliendo el dinero y la sangre. La cantidad en juego encima de
la mesa es toda una fortuna. Nadie se retira. La apuesta se dobla. Al final se
descubren las jugadas. Ramiro lleva la ganadora. Algunos lo felicitan, otros lo
miran con envidia. Sin alterarse, recoge sus ganancias y se vuelve a casa.
El palacio es un caserón amplio, gris, desangelado. Ramiro se
acerca a la chimenea, se calienta las manos heladas, su sirve un oporto. Un
retrato de una mujer le trae recuerdos. Emilia. Una mujer vulgar, gélida y
altiva. Un matrimonio sin amor, por compromiso, por unir fortunas y mantener
patrimonios. Sin pasión, roto hace décadas. Una discusión absurda y se fue. Solo
recuerda la liberación que sintió cuando ella se marchó. Hubo un hijo, Isaías,
un niño soso y malcriado como su madre, como él. Se fue con ella. Hace años que
no lo ve. No los echa de menos. A quien extraña es al viejo Benjamín, el
mayordomo, quizá la persona que mejor lo conocía, la que más cerca estuvo de
ser algo parecido a un amigo de verdad, guardando las distancias y que falleció
hace ya unos años. Con él sí podía hablar, contarle como se sentía ante la
vacuidad del mundo. Y también a Teresa, la criada inocente y complaciente. La
única que le proporcionó momentos dignos de ser recordados. Huyó con el cochero
de un vecino. No se lo tiene en cuenta. Él ya era una persona mayor y ella, tan
joven y llena de vida…
Vuelve la vista hacia la bolsa que ha dejado encima de la
mesa. Los billetes rebosan. Ha ganado una fortuna sí ¿y qué? Ramiro solo siente
una gran oquedad, un tedio infinito, un gran hastío, un aburrimiento vital. Una
vida inútil, desperdiciada. Abre el segundo cajón de la cómoda. Coloca la
pistola apuntando a su sien derecha y sin inmutarse aprieta el gatillo.
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