Ir al contenido principal

Buzón vacío.

Por Andrea Sanz.


Todas las mañanas, Don miraba el buzón, pero nunca había carta de ella.
No habrá tenido tiempo, se decía.
Apenado, regresaba a su casa pensando en lo mucho que la echaba de menos y lo triste que se sentía por no haber recibido nada.
-                     Señor Don, ¿de dónde viene? – Le preguntó su cuidadora.
-                     De la calle, necesitaba revisar el buzón.
-                     ¿Otra vez? – Le preguntó entristecida.
-                     Sí. Quería comprobar si mi esposa me había escrito o mandado alguna postal, pero supongo que su visita a Canarias para ver a su hermana, la tendrá tan ocupada que no habrá tenido tiempo para pensar en mí.
-                     Ay señor Don… - Suspiró. – Siéntese anda, que voy a prepararle el desayuno.
Haciéndole caso a su cuidadora, se sentó en su sillón favorito a observar por la ventana, mientras ella iba a la cocina a prepararle un café con pastas y a llamar a la única persona que podía ayudarlo cuando estaba así.
Su nieta.
No pasaron ni 10 minutos desde la llamada cuando el timbre de la casa sonó.
-                     Pasa pasa, está allí.
-                     Vale, gracias por avisarme Paula.
Pasando el umbral de la puerta, caminó hasta el salón donde se encontraba su abuelo. Éste en cuanto la vio, sonrió de oreja a oreja.
-                     ¡Marta cariño! ¡Qué alegría verte! ¿Qué haces aquí?
-                     Ay abuelo… - Susurró mientras se arrodillaba al lado suyo. – Yayo, no soy Marta, soy Ainhoa, tu nieta.
-                     Ehh... Si claro claro, siento haberte confundido, no llevo las gafas y no distingo bien a las personas. Además, te pareces mucho a tu madre. – Dijo confundido. – Pero bueno, ¿a qué se debe esta visita?
-                     A que a Paula y a mí nos tienes preocupadas.
-                     ¿Por qué? Si estoy estupendamente.
-                     No es verdad señor Don. – Intervino Paula. – Cada vez sale menos a la calle. Y las pocas veces que sale es para revisar el buzón. Y luego además, se niega a tomarse las pastillas que le recetaron.
-                     No salgo casi a la calle porque soy un hombre mayor al cual le duelen todos los huesos. Y las pastillas no me las tomo porque no lo veo necesario.
-                     Abuelo, tienes que tomártelas, las necesitas. Porque nuevamente estás pensando en la abuela.
-                     Sí, ¿y que tiene eso de malo? La echo de menos. – Hizo una pausa. - ¿Tu sabes algo de ella? ¿Te ha escrito o mandado algo?
-                     Ay abuelo… - Tragó saliva y agachó la cabeza un segundo antes de continuar. – Abuelo, la abuela hace tiempo que ya no está.
-                     ¿Qué? ¿Cómo que ya no está? ¿Ya no está en Canarias?
-                     No. Lo de Canarias fue hace 5 años, justo antes de… - Hizo una pausa. – Justo antes de fallecer.
-                     ¿Qué? Pero… pero ¿cómo que hace 5 años? Si se fue hace unas semanas, y, y… y estaba bien.
-                     A ver abuelo, intenta recordar. Hace 5 años la abuela se fue a pasar tres semanas a casa de su hermana en Canarias. Todo iba bien hasta que enfermó y tuvo que volver a casa. Pocos días después la ingresaron porque estaba peor, y allí en el hospital falleció por un paro cardíaco.
-                     ¿Qué? Yo, yo… yo no recuerdo nada de eso.
-                     Claro, por eso debes tomarte las pastillas que te mandaron. Las necesitas para que el Alzheimer no vaya a más.
-                     Pero, pero… - Don se quedó mirando al suelo, inmóvil, sin saber cómo reaccionar.
De pronto el teléfono de Ainhoa comenzó a sonar interrumpiendo la conversación.
-                     Lo siento abuelo pero debo marcharme. Por favor, haz caso a todo lo que te diga Paula y sobretodo, tómate las pastillas.
Levantándose del suelo, le dio un abrazo y un beso en la frente a su abuelo y caminó hasta la puerta de entrada acompañada por Paula.
-                     Por favor Paula, asegúrate de que no vaya a peor. – Dijo con los ojos llorosos. – Porque al final tendremos que ingresarlo en una clínica y no quiero llegar hasta ese punto.
-                     Si señorita Ainhoa.
-                     Gracias Paula.
Dándose un abrazo, ambas se despidieron y Ainhoa abandonó la casa con la esperanza de que su abuelo no empeorara.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El collar desaparecido

por Miguel Angel Marín Cuando María abrió la puerta de la mansión aquella noche, desconocía que iba a llevarse el susto de su vida. Enmarcado por la luz de un relámpago, apareció la figura de un hombre altísimo de tez muy blanca y ojos claro, casi transparentes. Mostrándole una placa y con voz de ultratumba, el albino dijo: —      Inspector Negromonte. María lo hizo pasar al salón principal donde ya lo esperaba un nutrido grupo de personas. D. Adolfo, marqués de Enseña, señor de la casa, estaba algo molesto por la reunión a tan intempestivas horas. También estaban Dª. Clara, su mujer, de mediana edad, algo gruesa y con cara de pizpireta; Lucas, el mayordomo, un hombre delgado y de rictus estricto; Esteban, el mozo, jardinero y chófer, un hombre joven y fuerte que no parecía tener muchas luces; D. Augusto, administrador del marqués, un hombrecillo mayor que se veía muy nervioso; El padre Santiago, asesor espiritual del marqués y amigo de la familia; Mar...

Intruso

  PARA VOLVER A METERSE EN EL ATAÚD  tendría que encogerse bastante, darse prisa y apartar un poco el cuerpo que reposaba inerte sobre la dura superficie de madera. Se oían voces fuera, que callaron al escuchar el cierre de la tapa. -¿Quién anda ahí? Escuchó la voz amortiguada del viejo sacerdote que recorría el pasillo central de la capilla. Podía imaginarle, sorprendido por la oscuridad, porque hasta la pequeña lamparilla del sagrario estaba apagada. Desde dentro del féretro ella escuchaba muy fuerte su propia respiración, aunque cada vez más tenue. Nunca supo que el sepulturero había comentado después en el bar: – Con lo flaco que estaba y cómo pesaba el cabrón… ¿A quién se habrá llevado a la tumba?

El naufragio

  Por Eva Fernández La primera vez que lo vio sin gafas sus ojos solo le parecieron preciosos.  Hoy, que lo ha mirado  mejor ha visto que  ¡Sus ojos son dos islas!- Rodean sus pupilas dunas de arena, bañadas por el mar, con olas que rompen en la orilla cuando pestañea.  Por eso no puede dormir hasta que la marea lo mece y lo aquieta. Si se pone nervioso no  concilia el sueño, se desvela del todo, y esconde las islas tras la bruma de los cristales,  hasta que deja de escucharse el sonido del mar. A veces, cuando pasa eso, ella tampoco duerme.  El otro día pensó que, tal vez, si lo acunaba, o si lo abrazaba, se dormirían por fin y de tanto pensar en abrazarlo, le creció un brazo en la cadera; pero un brazo corto, que no servía para mucho, era muy incómodo para dormir de lado, y en realidad le sobraba, solo servía para sostener el café por la mañana o para llamar al ascensor. Ya solo podía llevar vestidos o faldas con bo...