por Miguel A. Marín (y Pilar Bastarós)
—
Esto es una bazofia—dijo Cleonte dando un
manotazo al plato de lentejas y tirándolas por el suelo.
—
Me deslomo a trabajar para traer un jornal a
esta casa y solo recibo caras largas y esta porquería de comida.
Anais se agachó para recoger el estropicio. Cleonte
aprovechó para empujarla y tirarla al suelo.
—
Por tu culpa lo perdí todo…Tú y tu estúpido
hijo— dijo acercándose al pequeño amenazadoramente.
Anais se incorporó de un salto, cogió un cuchillo y se interpuso entre él y Priamo.
—
Ni se te ocurra. Si lo tocas, te mato.
Cleonte la miró con cara de desprecio, se dio la vuelta y
salió de casa dando un portazo.
Adela Coscojuela, que así se llamaba la clienta de Evaristo, entró un
día en su despacho pisando fuerte sobre unos tacones infinitos, enfundada en un
llamativo abrigo de leopardo, maquillaje excesivo y abundantes joyas.
—
Mi marido
tiene una amante. Quiero que lo coja “in fraganti”. No me importa el tiempo ni
el dinero que tenga que emplear. Mi único deseo es desplumarlo y desacreditarlo
ante los socios de la empresa que mi padre fundó. Le daré un anticipo— dijo,
mientras extendía un cheque por una cantidad increíble.
Unos años más tarde Príamo regresó a casa después del
trabajo y encontró a su madre en la cocina llorando. Fue a consolarla y al
levantarle la cara vio que llevaba un ojo morado y otras contusiones. No hizo
falta más, se abalanzó sobre Cleonte y empezó a apretarle el cuello. Aunque éste
se defendía a golpes, Príamo los encajaba y seguía y seguía apretando, hasta
que Cleonte perdió el sentido.
—
Basta— gritó Anais apartando a su hijo antes de
que lo matara.
Cuando Cleonte despertó encontró sus cosas en una maleta en
el pasillo. Se fue sin decir palabra.
Rebusca en los bolsillos de su chaqueta con la esperanza de encontrar
un cigarrillo, pero es inútil, se ha quedado sin tabaco. Evaristo se sube el
cuello de la gabardina, intentando guarecer su nuca y su garganta del viento
huracanado que sopla en esa esquina. La noche está desapacible, tiene los pies
helados y doloridos y sus tripas comienzan a reclamar algo de alimento pero,
sobre todo, un trago que reconforte un poco su maltrecho ánimo. Lleva más de
dos horas apostado en la esquina de esa calle, vigilando el portal de enfrente
donde entró el marido de su clienta, después de seguirlo por media ciudad.
Momentos después de haber traspasado el umbral, se ha encendido otra luz en una
ventana del segundo piso. Ya no ha habido ningún otro movimiento. No le gusta
nada este tipo de trabajos, pero llevaba demasiados días sin ningún encargo y su
clienta paga muy bien.
Después de la marcha de Cleonte, la vida se desarrolló
tranquila. Anais y Príamo fueron más o menos felices.
Sin embargo, una tarde que Anais volvía de la compra,
encontró a Príamo en la cocina bebido y muy triste, a punto de las lágrimas.
—
¿Qué te ocurre? — preguntó Anais
—
Nada.
—
Cuéntamelo todo, cariño— insistió Anais dejando
la bolsa de la compra de cualquier manera, abrazándolo y acariciándole el pelo.
—
Luz me ha dejado— contestó Príamo y se echó a
llorar en los brazos de su madre.
—
No te preocupes. Ella se lo pierde. Yo siempre
te querré— contestó Anais, e intensificó su abrazó y empezó a besarle en la
frente, en las mejillas, en la barbilla, en la comisura de los labios…
Príamo se encendió. Cogió su cabeza y le plantó un besó apasionado en los labios. Después movió sus manos hacia los pechos de su madre.
—
¿Qué haces? Quieto. No. — grito Anais.
Pero Príamo ya no atendía a razones. Le arrancó la ropa y
la poseyó encima de la mesa de la cocina.
La paciencia tiene su
recompensa. Al final salió el marido de su clienta agarrado a una joven
espectacular. Se besaron en el portal y siguieron su camino. Evaristo
fotografíó todo con una sonrisa.
—
Estas
jodido, Cleonte.
—
¿Dónde has metido mi cazadora? — gritó Príamo soltándole una bofetada a su
madre.
Su madre la sacó del armario del pasillo sin decir nada.
—
¿Por qué no dejas mis cosas en paz?
—
Me voy al bar. Prepara algo de cenar que se
pueda comer, si sabes, que luego te daré un repaso.
Anais con la mejilla caliente preparó un guisado de ternera
al que añadió, picada, la seta especial que había recogido en el monte.
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