por Miguel Ángel Marín
Estaba dormido. En calma. Soñaba
con verdes praderas y árboles aromáticos. También había un río. Bien comido, el
sopor se adueñó de mí. La temperatura era agradable y me sentía muy a gusto.
De pronto escuché un ruido. Al
principio no hice mucho caso. Serían otra vez los hijos del vecino que volvían
de marcha — pensé. Pero no. Sonaba en la puerta metálica del jardín. Desapareció
el paisaje de montaña. Agucé el oído. Alguien estaba intentando entrar. Sí,
alguien que no era de la casa intentaba abrir la puerta torpemente. Se me erizó
todo el cabello. De mis entrañas surgieron ansias homicidas. No. No iba a
consentirlo. Nadie entra en esta casa sin mi permiso. Hasta ahí podíamos
llegar. Se tensaron todos mis músculos. Se endurecieron como el acero. Mi
mirada fría de asesino refulgía en la noche. Por fin tenía un motivo, una
ocasión para demostrar que aun no era tan viejo. Pobre intruso, casi me daba
pena, iba a hacerlo pedazos. Avancé en silencio para que el ataque fuera por
sorpresa y letal. Los colmillos preparados. De cuatro zancadas me planté en la
puerta del jardín.
OPCIÓN 1
Era un hombre joven. Ya me disponía a lanzarme sobre su
cuello cuando dijo:
— Hola
Puskas, viejo amigo, ¿qué tal estás?
Aquellas palabras me paralizaron. Sabía ni nombre. Además
aquella voz me sonaba vagamente. Brilló un rayo de luna. Pude verlo. Detrás de
él apareció la chica, mi joven ama. Entonces lo recordé, era su antiguo novio, ese
que estaba de Erasmus (sea lo que sea eso) y que hacía tiempo que no venía. Se
agachó y empezó a acariciarme detrás de las orejas.
—
Has estado a punto de morir en sus fauces — dijo
la chica divertida.
—
¡Qué va!, si es un buenazo y me quiere un montón
— contestó su novio.
No pude reprimir unos ladridos de felicidad. Me los habría
comido a los dos a lengüetazos.
OPCIÓN 2
Eran dos hombres. Iban embozados. Salté sobre el primero.
Dentellada en el cuello. Sangre por todas partes. Cayó al suelo herido de
muerte. Los ojos aterrorizados. Intentaba inútilmente con sus manos parar la
hemorragia. El otro salió corriendo. Chorreando líquido espeso corrí tras él.
Lo alcancé enseguida. Salté sobre su espalda, lo derribé y ataqué su cuello.
Cuando llegó mi familia encontraron a los dos ladrones
muertos en medio de dos grandes manchas de sangre. Mi dueño se acercó a mí con respeto, me acarició
y me dijo:
—
Buen perro.
Esa noche hubo mucho jaleo en la casa. Muchos desconocidos
entrando y saliendo. Sirenas, camillas. A mí me habían atado al poste y la
gente me miraba con miedo. La policía dijo que eran ladrones peligrosos, que
golpeaban a los inquilinos y tenían aterrorizado a todo el barrio.
Hoy mi amo, orgulloso de mi y triste, me lleva al
veterinario. También se está haciendo mayor — pensé—porque se equivoca, todavía
no me toca la vacuna.
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