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Invisible(s)


Por Eva Fernández


Los seres que habitamos este mundo casi siempre somos invisibles.   A mí me gusta.  Cuando me levanto por la mañana  nadie sabe qué cara tengo.  Hasta que no me tomo un café no soy persona.
Y después, tampoco del todo, pero ya cuento con el disfraz y las armas perfectas para afrontar el día; el usuario y contraseña de mi ordenador. Solo escribo las palabras, pero la persona que habla nunca tiene mi voz.  En mi empresa a muchos nos pasa lo mismo, escribimos lo que firman otros, y ellos le ponen la cara a la organización.
También conozco gente que se esconde tras de un uniforme, una barba, un flequillo o unas gafas de sol que ocultan la mirada. Una altivez pretendida que en realidad es una coraza.  La sonrisa de alguno es tan escasa, tan cara de ver, que cotiza en bolsa.
Sin embargo, disfruto más la invisibilidad  cuando las pantallas y las contraseñas  duermen en la ciudad. Entonces me escapo hasta donde el horizonte se confunde con el mar, y me visto con una máscara distinta; traje de neopreno, respirador y aletas.
Enfundada en su nueva piel, esa criatura extraña, otro yo,  que carga una bombona de oxígeno a la espalda, y el respira a través de una máscara,  se sumerge en la profundidad del océano y se camufla entre bancos de peces multicolores, —como un intruso en su coreografía silenciosa—,  y se vuelve transparente y ligera como una pluma.
Y se siente tan libre, que siempre permanece en el fondo más allá de los 40 minutos previstos para la inmersión, hasta que la falta de oxígeno le hace sentir la ingravidez propia del espacio.  Si  no fuera por los rayos del sol y la sombra de la zodiac,  que la espera fuera, juraría que puede volar.   
Vuelvo al mundo real. Enciendo el ordenador.  Tecleo usuario y contraseña.  Se inicia la sesión de Windows.  Antes de navegar en un mar de documentos electrónicos, papeles, datos y fechas,  contemplo con ensimismamiento el fondo de pantalla; la foto de un arrecife de coral en la que mi alter ego acuático  saluda a la cámara con el gesto de ok de los buceadores; el círculo con el índice y el pulgar  de la mano.
Suena el teléfono. Emerjo a la superficie de la realidad.
–Disculpen, ahora que ya conocen todas mis formas de invisibilidad, debo atender a otros peces de ciudad. 

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