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Tormenta de caracoles

Por Olga Muñoz 
Tormenta de caracoles
Nunca olvidaré las largas y lluviosas tardes de los domingos de mi infancia, idénticas unas a otras como gotas de agua.
La espalda de amá fregando la vajilla con mucho cuidado para que aitá no se despierte de la improvisada siesta en su sitio en la mesa. Cabeza torcida, el puro bailando al compás de su respiración, a ratos ronca y la ceniza cayéndole como siempre y quemándole la pechera de la camisa. Risas infantiles, cómplices y sofocadas por el vigilante ojo materno. Tardes de domingo y, tras las ventanas,  tozudo cielo gris y el eterno sirimiri. Rutina y aburrimiento. Risitas ahora histéricas y la llegada de las palabras salvadoras, pronunciadas muy bajito: “Niñas ¿por qué no subís a hacerle una tormenta a los caracoles?”
Abanico, mortero, mojarropas, linterna. Un cubo de agua bien lleno. Todo el material preparado. Carreras escaleras arriba. Cachis, nadie ha subido la llave. Risas ya desatadas. Piedra, papel, tijera. La perdedora baja las escaleras corriendo, vuelve con la llave y abre la puerta del camarote. Atmósfera opresiva por la falta de renovación del aire. La caja de los caracoles, grande y pesada, de madera perforada por multitud de agujeros, justo debajo de la escasa luz que da la claraboya abierta por papá en el techo. También él ha hecho la caracolera. Aitatxo hace de todo en el taller, después de las horas extra: cuchillos afiladísimos que cortan el aliento, (¡cuidado niñas con ellos!), una hachita para que mamá corte el pollo y el conejo (¡niñas, eso ni tocarlo!),  cortaúñas, suelas para los zapatos, mangos para los paraguas viejos…
Tres pares de ojos embobados miran en el interior de la caja, que no huele bien. Hojas de lechuga reseca, babas y los caracoles pegados a las paredes. La muñeca revoltosa que maneja el mojarropas comienza con una potente lluvia racheada. Se enciende y apaga la linterna y brilla en el cuadrado y diminuto cielo de la caja el primer rayo. Y el segundo. Y uno, dos, tres, cuatro, cinco, suenan los terribles truenos desde el mortero. Un viento potente abanica la caja. La tormenta se va acercando y la diferencia entre relámpago y trueno cada vez es menor, al contrario que las risas, que suben de volumen.
Pausa para rellenar el mojarropas e intercambiar los papeles. Ahora yo hago los truenos, que los hago más fuerte que tú. Pues vas a dejar sordos a los caracoles. Boba, eso te lo has inventado, los caracoles sordos no existen. Sí, claro, porque tú lo digas. Y la hermana mayor que, sin decir palabra, pone paz, abanicando y remojando a los pobres y torturados animalitos, lo que hace retornar el aparato eléctrico y los truenos retumbantes. Cada una centrada en su papel.

El tiempo se esfuma hasta que por el patio de luces sube la voz de amatxo anunciando la merienda. La tormenta desaparece tan deprisa como empezó. Toca bocadillo de chorizo de Pamplona. Es tarde de domingo. Y, tras los cristales, la tozuda lluvia sigue cayendo.                                                 

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