Por Olga Muñoz
LA
CASA
Era el primer viaje de Carmela
desde que Ramón se fue. Su último año había sido un auténtico calvario de dolor
y soledad. El terapeuta le había aconsejado
un pequeño viaje. Poco convencida, pensó en Puerto Sagunto. Tenía mar y seguro que Fran le dejaba su apartamento con vistas. Para
qué gastar en un viaje del que seguro no iba a disfrutar.
Eran mediados de septiembre y
el aire ya empezaba a oler a otoño.
Nunca había viajado sin él y
le daba cierto reparo, pero su recién estrenada viudedad la obligaba a aprender
a dormir, a caminar, a viajar sola para
siempre; tenía que aprender a restar uno
de la cuenta de su vida.
El apartamento era coqueto y
funcional y en dos minutos podía estar paseando por la orilla del mar, lo que
pronto descubrió que la ponía aún más triste y nostálgica. No aguantaría allí ni una semana.
Pasear y leer. Eso es lo que
hacía. Leer y pasear. Y sacar fotos de árboles y ventanas, como siempre había
hecho.
El edificio la atrajo desde el primer instante. Le recordó
casi dolorosamente el cuento de Mariana
Henríquez que tanto la había perturbado a la hora de la siesta, La casa de Adela, esa casa que engulle a
la niñita del muñón. Sobrecogida, observó con detalle el inmueble: de
principios del siglo XX, tuvo que ser majestuoso algún día. Ahora,
desvencijado, abandonado y solo, exudaba un halo de tristeza. Contraventanas
carcomidas, cristales rotos, cortinas,
hechas ya jirones, balanceándose al suave ritmo de la brisa septembrina. Al fondo del pequeño y agostado jardín, un monumental
sauce bailaba al son de una oculta melodía.
Empezó a peregrinar a la casa
todos los atardeceres. Fotografió una a una todas las ventanas y el árbol danzarín
que parecía quererla seducir con su ritmo.
Esa noche, el susurro del aire
entre las hojas la atraía con una fuerza desconocida e irresistible. Por un
momento, creyó oír una voz que salía del interior y un clavo de hielo ascendió
por su espalda. Tembló y se recompuso, riéndose de lo impresionable y
asustadiza que estaba últimamente. Por qué tener miedo de una casa vacía,
pensó. Solo era una máscara.
Sí, máscara. Eso fue lo que vino a su
mente cuando quiso pensar cáscara. La casa es solo una cáscara vacía, se dijo. Máscara,
cáscara. Era el mismo error que la protagonista del cuento había cometido.
Maldición.
Caminó sonámbula hasta la puerta, apenas iluminada por la farola de
la esquina. Al girar el pomo, un chirrido descarnado la devolvió a la realidad.
Estaba temblando de pies a cabeza, pero por qué no. Ella ya no tenía nada que
perder. Los dados estaban
echados.
Decidida, Carmela empujó la pesada
hoja de caoba que emitió un lamento desesperado y se adentró en la oscuridad de
la casa.
Me encanta
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