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Viudas negras

Por Olga Muñoz

VIUDAS NEGRAS

Llevaban liadas en aquella absurda y agotadora rivalidad desde que tenían memoria. Y la cosa no parecía ir a cambiar aquel año en que volvieron a coincidir en unos cursos que ambas iban a impartir en la Facultad  de Ciencia y Tecnología del campus de Leioa.
Se habían conocido siendo niñas, en el instituto Ignacio Zuloaga, en Eibar, lugar al que sus padres, procedentes del centro del país, habían llegado a principios de los cincuenta.
Desde el instante en que se vieron se atrajeron de forma magnética, irremediable y aprendieron, al tiempo, a envidiarse y admirarse en privado  tanto como a detestarse y humillarse en público.
Extrañas valquirias de largos miembros y  longuísimas melenas rubias, de piel casi traslúcida, puro alabastro, eran una nota exótica en sus familias modestas y emigrantes. Y también resultaron serlo en el instituto. Grandes deportistas, mentes brillantes, enseguida se convirtieron en las más populares y las más temidas. El alumnado, especialmente el masculino, gravitaba en torno a ellas como insectos deslumbrados por su luz. Ellas, altivas, ejercían su despótico poder, reservando, eso sí, sus recursos más letales para la otra.
Nerea y Elvira. Elvira y Nerea. Envidiadas y temibles. Lenguas afiladas, capaces de hacerte temblar con sus mandobles lingüísticos. Capaces de subirse a lomos del primer desgraciado que se cruzase en su camino con tal de lograr sus objetivos, de superar a la contrincante.
Misma carrera, distintas especialidades. Cátedras conseguidas meteóricamente en la más prestigiada facultad del mismo campus. Premios y reconocimientos sin cuento en España y el extranjero. Currículos paralelos, podrían haber sido siamesas de no ser por la falta de lazos de consanguineidad.
Se odiaban hasta tal extremo que resultaba inverosímil que aquello no fuese un perverso modo de conquistar, de poseer, de amar, al fin.
Ese  equilibrio inestable, sin embargo, iba a romperse cuando en esos cursos apareció Manu Zubiaga, el tercer ponente de aquellas jornadas. Inmunólogo de primera, admirado por ambas, resultó, además, ser un cincuentañero de muy buen ver. Tuvo la desgraciada fortuna de cruzarse entre ellas. Más le hubiera valido salir corriendo.
Zalamerías, adulaciones, charlas sofisticadas y profundas, ropas seductoras, nunca estridentes, citas en los más exquisitos locales de la ciudad…Ambas pusieron su arsenal en marcha y él, cegado entre dos fanales que lo atraían sin solución, acabó cayendo del lado de Elvira. Podía haber sido al revés. Fue más por agotamiento que por otra causa. En ocasiones, no sabía con cuál de las dos estaba.
Nerea, por supuesto, no iba a rendirse. De ella o de nadie. Al menos, no de la otra. No fue difícil para una bioquímica eminente como ella averiguar el mejor modo de hacer las cosas. Una cita, un último intento lloroso, patético, de seducirlo – la vida es puro teatro- y en la última copa antes de que Manu admitiese que Elvira era la elegida, el principio activo que dispararía su corazón durante el amor, intenso, desbocado, con la ganadora. Diagnóstico: muerte natural. Infarto agudo de miocardio.
Sí, Nerea había ganado la batalla. Pero, mientras brindaba con champán por su victoria, su copa se entrechocó en el aire con la imaginada copa de Elvira. Una batalla no gana una guerra. Aquello solo había sido el principio.

                                                                      


                                                                                                        

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