Por Olga Muñoz
Óxido
en la boca
Camina
por el escenario hasta situarse detrás del atril. Aún no se lo puede creer.
Está realmente nervioso y emocionado. El premio literario con mayor dotación
económica del país ha recaído en su novela Óxido
en la boca. Tuvo que vencer muchísimas inseguridades y escrúpulos para
presentarse. Pero, en los últimos años, el nivel literario había subido
exponencialmente y ya eran varios los escritores de reputada calidad que lo
habían recibido. Por qué no él.
El
auditorio fue quedándose en silencio y, justo cuando miró al fondo de la sala,
la puerta se abrió y entró Soledad. El impacto de verla le heló la lengua.
Imposible hablar.
Ya no
era la jovencita irresistible que se apuntó a su clase de Literatura Comparada,
pero seguía siendo de una belleza hipnótica. Su larga y ondulada melena pelirroja,
su piel de nácar, las formas ondulantes que su elegante traje de pantalón negro
apenas podían ocultar. Y la mirada inteligente e incisiva de sus ojos garzos, un
auténtico imán para la vista. Caminó sinuosa y, discretamente, se sentó en una
de las últimas mesas.
Miguel
la volvió a recordar en la primera fila del Aula Magna, atenta, sin parpadear,
bebiéndose una a una sus palabras. Y, sin embargo, era él quien acababa
embriagado todas las clases.
Miguel
era el soltero de oro del campus. Cuerpo esculpido en el gimnasio, informal
pero cuidadosamente vestido, sus incipientes canas salpimentaban su atractivo.
Gustaba y lo sabía. Le gustaba gustar. Una novelita exitosa, muy bien recibida
por la crítica y sus habituales artículos de opinión en prensa, milimétricamente
escritos para generar cierta polémica, aunque sin profundizar demasiado, lo
habían dotado de un halo de prestigio e inteligencia que llenaba sus clases
curso tras curso. Mayoritariamente de alumnas. Y alguna que otra cayó en sus
redes. Divertimentos sin importancia.
Soledad
era distinta. Expeditiva, de lengua afilada y criterios claros, lo ponía
constantemente en bretes peliagudos. Sole quería, necesitaba incidir,
profundizar. Su ingenio e inteligencia eran tan agudos como sus ansias de
conocimiento. Era insaciable.
Él
estaba completamente subyugado. La deseaba con la desesperación del náufrago
que avista la costa pero no la alcanza. Así que puso en marcha todo su arsenal
de encantos y galanterías. Y, al final, fue.
La
aventura duró poco más de un año. Ella quería más, siempre más y él comenzaba a
sentirse inseguro y agotado. Comenzó a menospreciar los relatos de su amante,
que eran brillantes y lo mataban de envidia, porque él, perdido en el marasmo
de esa pasión que lo secaba por dentro, era incapaz de escribir una sola línea.
El
monstruo de ojos verdes enseguida fue acompañado por los celos y el resto fue
tan rutinario y patético como acostumbra a ser.
Soledad
se fue y lo dejó sumido en una inseguridad que ya nunca lo abandonó, a pesar de
disimularlo con ahínco y mantener intacto su prestigio de eterna promesa
literaria y exitoso profesor.
Supo
de sus éxitos académicos y literarios, de su cátedra en Columbia.
Habían
pasado veinte años desde aquella tarde de mayo, en que Soledad, con semblante
iracundo, le lanzó a la cara lo último que había escrito y se fue.
Y
ahora estaba allí, al fondo de la sala, escrutándolo. Si al menos hubiera cambiado el título de la
novela voladora con la que Soledad se despidió de él y que había permanecido
veinte años, envidiada, leída una y otra vez, en el primer cajón de su mesa…
La
miró y en sus ojos vio que lo sabía y supo que todo había terminado. Resignado
a lo inevitable, comenzó su discurso de agradecimiento.
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