Nadie me ve
Me levanto con la
boca seca y la cabeza embotada. El poco tiempo que he dormido no he dejado de
tener pesadillas. Soñaba que nadie podía verme, pero yo sí podía verlos a
ellos. Eso me producía tal desasosiego que me despertaba angustiado y sudoroso.
Cuando conseguía volver a conciliar el
sueño , volvía a soñar lo mismo y de nuevo despertaba con esa sensación
angustiosa. Agotado ya de que se repitiera el mismo sueño una y otra vez,
decido no seguir durmiendo. Miro el reloj. Son las seis de la mañana. Todavía
no ha amanecido, pero recorro a oscuras el camino hasta el baño. Allí, enciendo
el interruptor. La luz me deslumbra por un instante. Me miro en el espejo, pero
este no me devuelve mi imagen. Me froto los ojos y me palpo el cuerpo para
cerciorarme de que estoy despierto, pero el espejo persiste en no reflejarme. Desesperado,
regreso al dormitorio y vuelvo a mirarme en la luna del armario, pero no
consigo verme. Mi sueño me ha jugado una mala pasada y se ha hecho realidad.
Decido salir a la calle para comprobar que los demás tampoco me ven. Me quito
el pijama, comienzo a vestirme y entonces me percato de que es un sinsentido
porque si soy invisible nadie va a advertir si voy vestido o desnudo. Otro
asunto es lo que yo pueda sentir, ¿tendré frío?; me pellizco y compruebo que sí
siento el dolor y desde luego sí que siento hambre, así que voy a la cocina
para desayunar. Mientras me preparo un par de huevos fritos y enciendo la
cafetera, pienso que quizá esto de ser invisible tenga sus ventajas. No tendré
que pagar por coger el autobús ni por entrar en los cines, podré colarme en
todas partes y escuchar todo tipo de conversaciones privadas… Algo más
reconfortado por estas reflexiones y, sobre todo, por el desayuno que me acabo
de engullir, me dirijo a la puerta de entrada después de cubrir mi ausencia de
cuerpo con el abrigo. Y entonces me surge la primera objeción. El abrigo sí que
se verá, como una prenda suspendida en el aire y eso causará sorpresa,
confusión y posiblemente persecución. Aterrorizado ante la idea de que puedan
apresar el abrigo conmigo dentro, decido salir desnudo, aunque sé positivamente
que voy a coger un resfriado monumental. Pero me asalta el segundo obstáculo: dónde
guardar las llaves. Este inconveniente lo resuelvo con facilidad, qué tontería,
las dejaré debajo del felpudo. Salgo
pues a la calle con un inusitado impulso y compruebo algo aliviado que hace una
mañana soleada y apacible. Mientras me dirijo a la parada del autobús, vuelven
a asaltarme todo tipo de dudas. Si no me ven, la gente puede tropezar conmigo,
empujarme, pisarme, incluso golpearme, máxime cuando, por estar desnudo, soy
todavía más vulnerable. Si tomo asiento en el autobús, alguien puede sentarse
encima de mí y si es muy corpulento me aplastará. Lo mismo me ocurrirá en el
cine o en cualquier sitio en el que se me ocurra entrar. Decido pues ir
caminando, pero ¿adónde? Ya he comprobado que los demás no me ven, me he
acercado con precaución a algún grupo de personas, pero no me han interesado
demasiado sus conversaciones y tampoco
me siento involucrado si no puedo meter baza. Empiezo a percatarme de que esto
de ser invisible no aporta tantas ventajas como presuponía. Intentar ponerme en
contacto con amigos y familiares tampoco me parece buena idea. Suponiendo que
llegaran a admitir que fuera yo, les daría un susto de muerte. Compungido por
estas cavilaciones, vuelvo a dirigir mis invisibles (incorpóreos) pasos hacia
casa. Me tomaré algo que me ayude a dormir con la esperanzada pretensión de soñar
que recupero mi identidad al completo y que ese sueño se haga realidad al
despertar.
Genial!
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