por Miguel Angel Marín
Me repaso el afeitado con la maquinilla. Quiero llevar la
barba perfecta para la cita de esta tarde. Esa barba que ya va saliendo cana. Esa
maquinilla eléctrica que me regaló Julia para que no volviera a hacerlo a
cuchilla, para que no tuviera excusa y no llegara siempre tarde a todos sitios.
Me miro al espejo sin verme. Lucía y Juan son buenos amigos. Me han preparado
esta cita para tratar de animarme. Se lo gradezco, pero…
Me pongo los pantalones
grises marengo con parsimonia. Primero una pernera, luego la otra, sentándome
cada vez en la misma cama en la que tantas veces nos dejamos llevar. Me coloco
el cinturón negro. Hará juego con los zapatos de ceremonia del mismo color,
como me enseñó Julia.
-La camisa blanca siempre es buena elección- me habría
dicho.
Cojo una corbata negra.
– No vas de funeral, ¿verdad?
- Tienes razón.
La
recojo y elijo una de seda de color azul. La americana jaspeada gris perla
parece la decisión acertada.
- Vas a ir hecho un pimpollo. Quizá demasiado formal.
Ahora sí me miro al
espejo. Veo un payaso envejecido y triste vestido de petimetre. Y se me cae el
alma a los pies. Ya les dije que era demasiado pronto, pero me dejé liar. Soy
tan apocado a veces…Me siento, abatido, en el sillón de terciopelo beige que
tanto le gustaba. La recuerdo repantingada en él, con el camisón abriéndose lo
justo para mostrar su espléndido cuerpo, sonriendo con picardía mientras se
fuma un cigarrillo. Debería llamar y cancelar la cita. No estoy de humor.
– ¡Déjate de
lloriqueos, nene!- Cómo odiaba que me
llamase nene.
- ¡Valor y al toro! No
vas a estar toda la vida con esa cara de cordero degollado, ¿no? ¡El muerto al
hoyo y el vivo al bollo! Anímate y date prisa, no vayas a llegar tarde.
Hago un esfuerzo y sonrío. Sé que a ella, que era la alegría,
le habría gustado verme contento. Cojo las llaves, el móvil y el abrigo. Abro
la puerta y me vuelvo antes de apagar la luz de nuestro hogar.
-
Hasta
luego, cariño. Digo al espacio vacío.
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