por Miguel Angel Marín
Esperé escondido tras la puerta cerrada. Todavía confiaba en
que todo fuera un error. Que se estuviera dirigiendo a otra persona del hotel o
que me hubiese confundido con otro. Oía a esa mujer subir las escaleras
resoplando por el esfuerzo y maldiciendo en voz baja. Se acercaba, se acercaba.
Ya estaba en la tercera planta. Escuché el ruido de sus tacones por el pasillo
enfilando mi puerta. Llamó con fuerza.
- ¿Pero
qué pasa? – preguntó mi mujer desde la cama.
- Nada,
nada. No te preocupes, alguien que se ha equivocado. Descansa – le contesté.
Abrí la puerta no sin cierta prevención. Allí
estaba esa mujer. Su rostro quedaba en sombra.
- ¿Pero
se puede saber qué te pasa? ¿Qué haces aquí? Habíamos quedado en la esquina, ¿o
es que no te acuerdas? – Inquirió.
- Pero…
¿Qué dice usted? Yo…estoy aquí con mi mujer que está enferma.- Dije titubeando.
- ¿Qué
mujer? – Preguntó apartándome y entrando en la habitación.
Cuando me
recuperé del inesperado empujón y me proponía defender a mi esposa y la
intimidad de nuestro cuarto, miré hacia la cama. Estaba vacía y perfectamente
arreglada, como si nunca hubiera sido utilizada. Ni rastro de mi esposa en la
habitación. Me quedé pasmado. ¿Qué estaba pasando? Aquella mujer se volvió
hacia mí. Su rostro quedaba ahora iluminado. Aquellos rasgos, aquellos ojos
grises, los labios gruesos, la nariz algo ancha, no me eran desconocidos. De
pronto, un aluvión de imágenes se proyectaron raudas en mi mente: Dulces besos
al atardecer en un parque, esos ojos grises suyos inflamados de pasión, su respiración
plácida, mientras dormía en mi hombro, un paseo cogidos del brazo cerca del río
con su vientre hinchado, ambos jugando con un bebé, gritos en la cocina…
No sé cómo,
pero al ver mi expresión estupefacta, un brillo de comprensión apareció en sus
ojos. Su gesto tornó del enfado a la dulzura.
-
No
te preocupes, cariño. Habíamos quedado para arreglar lo nuestro. Tranquilo, no
voy a dejarte. Vamos, ahora tenemos que ir al médico.
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