por CLF
Era uno de esos días que el abuelo Gervasio le había descrito
tantas veces. Hacía un calor pegajoso, mitigado por rachas de un viento lejano.
El niño, sentado en la playa, buscaba el final del mar, allí donde se confundía
con el cielo.
Había mar de fondo y las olas iban y venían en la orilla.
En algún lugar, más allá de este mar grande, en días como éste, un navío
se debatía en el centro de la tormenta, y algún marino inexperto esperaba el
paso de la novena ola que zarandearía el barco y, si conseguía aguantar, lo
convertiría en un auténtico y bravo lobo de mar. La novena ola, la más grande,
la más terrible de la tormenta, le había dicho su abuelo, era el bautizo de
todas las gentes de la mar.
Sentado en la playa, con su cubo y su pala, con su gorro de capitán
y sus pequeños ojos azules, decidió que era el día perfecto para contar olas.
Y llegó la primera y le dijo hola y se llevó su paleta amarilla. El
niño gateó hasta recuperarla.
Y llegó la segunda que le dejó espuma y se llevó la arena con la
que jugaba.
La tercera fue más grande y le mojó los pies.
La cuarta fue solo un susurro y el niño se durmió.
La quinta y la sexta lo acunaron para que no despertara.
La séptima rugió en compañía del viento que le arrebató su gorra de
capitán.
Cuando llegaba la octava, el niño se puso en pié, decidido a
preguntarle cómo era la que venía detrás pero la ola se fue con prisas después
de llenar de mar salado el cubo rojo.
El niño cogió el cubo y la pala como si fueran la espada y el
escudo de un guerrero valiente, dispuesto a enfrentarse a la ola que lo iba a
convertir en el mejor marino que nunca antes hubiera surcado estos mares. Se
colocó su gorra de capitán y oteó el horizonte. Estaba preparado. Su abuelo Gervasio
hubiera estado orgulloso de él.
De repente, una bolsa de plástico, roja como el cubo, se yergue
frente a él y oye una voz familiar que le dice: “Miguelito, guarda aquí el cubo
y la pala. Se acabó el día de playa por hoy”.
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