por CLF
En todos
los entierros hay un desconocido, alguien de aire grave en quien nadie se fija
demasiado, que no es de la familia y permanece todo el tiempo con las manos
atrás. Casi siempre es un hombre con traje oscuro, que podría pasar por un
empleado de la funeraria. En cambio, en este caso, se trataba de una mujer
entrada en años, discretamente vestida, que permanecía en un segundo plano. Al
reparar en ella, pensé que podría ser alguna de las jóvenes del pueblo que,
durante la posguerra, frecuentaron el taller de costura de mi tía para acabar,
años más tarde, buscando fortuna fuera del pueblo y encontrando, en el mejor de
los casos, una vejez prematura proporcionada por una muerte lenta en un
rutinario trabajo de una cadena de montaje en cualquier fábrica de Barcelona,
de aquellas que aparecían en el NODO, llenas de empleadas guapas con perennes
sonrisas perfectas.
Cuando
finalmente, los empleados de pompas funebres introdujeron el féretro en el
nicho y el albañil del cementerio colocó la lápida de mármol con la misma
parsimonia de quien coloca los azulejos del baño, era mi turno. Había sido el
elegido para decir unas palabras en memoria de la tía Adoración, porque para
eso era el escritor de la familia. Trabajar en El Noticiero de Zaragoza, aunque solo fuera como corrector de
erratas, me había convertido en literato a los ojos de todo el pueblo. Y con la
autoridad que me confería dicho cargo, comencé el responso dando las gracias a
mi tía por haberme considerado el hijo que nunca tuvo, por dejarme estudiar
entre las telas de colores de su taller, por haber ayudado a su hermana, mi
madre, a hacer posible mis estudios en el Instituto de Calatayud y, en
definitiva, por estar siempre ahí, y terminé
prometiéndole que algún día el abuelo estaría enterrado junto a ella. En
ese momento, dirigí una mirada complaciente a mi madre, y pude ver al fondo, la
sonrisa triste de la desconocida, reconociendo en ella la isla solitaria que
siempre fue. Era Adela, aquella maestra que quiso enseñarnos el mar y todas las
palabras que rescato cada día del tintero, que tuvo que decirnos adios por
atreverse a pedirle al párroco que trasladaran al cementerio el cadaver de mi
abuelo, asesinado durante la guerra.
Ahora me
parecía más bien una península. Los tiempos habían cambiado.
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