por Miguel Angel Marín
Vuelve arrastrando los pies, con la espalda encorvada y una
expresión triste y preocupada. Le toco la frente. Tiene fiebre. Le ayudo a
acostarse. Le acaricio el pelo hasta que se duerme.
Y se reían del cambio climático… Los hielos retrocedieron en
el Ártico y liberaron antiguos virus durmientes. Los habitantes de aquellas
inhóspitas latitudes fueron los primeros en sucumbir. Después, se extendió,
diezmando la población de Rusia y desde allí viajó al resto del mundo. Las
potencias se acusaron mutuamente de haber creado un virus artificial. Las discusiones
fueron subiendo de tono hasta desembocar en un conflicto nuclear.
La mañana en que se desató el apocalipsis, estábamos lejos de
casa, haciendo senderismo por la montaña. Pudimos contemplar a lo lejos los
estallidos de luz potentísima, seguidos de temblores de tierra y la elevación
en la atmósfera de los siniestros hongos. Millones de personas murieron
calcinadas en un instante. Tuvieron suerte. Lo que vino luego fue infinitamente
peor. Después vino la noche eterna, la bajada de temperaturas hasta límites
inverosímiles. Una nieve sucia lo inundó todo. Perecieron las plantas y los
animales y la radioactividad contaminó aire y tierra.
Unos pocos pudimos cobijarnos en este laberinto de cavernas
donde la temperatura es un poco más soportable. Elisa encontró una bodega
abandonada. Los últimos meses nos hemos mantenido a base de latas y botellas de
vino gran reserva. Esperando, siempre esperando, que escampe. Hemos visto fallecer
a muchos por causa de las manchas azules entre grandes sufrimientos. Tras la
última, horrorosa muerte, me pidió que si enfermaba, no la dejara sufrir hasta
el final.
Me castañetean los dientes y se forma escarcha en mis venas,
mientras Elisa permanece con su frente perlada de sudor, en un estado de sopor
febril. Veo incipientes manchas azules que van surgiendo en su rostro. Se
despierta un momento, coge mi mano y con los ojos vidriosos suplica.
-
Prométemelo,
Felipe. Prométemelo.
-
Te
lo prometo.
Dibuja una sonrisa triste y se vuelve a dormir.
Con lágrimas heladas alargo la mano hasta un hueco en la
pared. Envuelto en un paño sucio escondo un revólver y dos balas. Una para
Elisa y otra para mí. No harán falta más.
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