por Miguel Angel Marín
Intento serenarme. Ha sido mucho tiempo. Los mejores años de
nuestras vidas. La ilusión de conocer a aquel joven apuesto y prometedor que
tanto me hacía reír. Las aficiones y las opiniones compartidas. La exploración
mutua de la sexualidad del otro, la pasión, el entusiasmo por estar juntos. La
boda. Después, la convivencia, el acoplarnos con nuestras pequeñas manías. Todo
era nuevo y excitante. La vida nos sonreía. La alegría. Más tarde vinieron los
hijos. Eso lo cambió todo. El centro de gravedad rotó. Ya no
éramos nosotros, sino ellos. La mejor crianza era lo primordial. Nos volcamos
en su atención y educación, a costa de la relación de pareja. Las discusiones,
siempre por los hijos. Sin darnos cuenta íbamos cambiando. Sin embargo, todavía
manteníamos la complicidad de una tarea en común. Continuaba el cariño, el
compañerismo entre nosotros. Pero los niños crecieron y nos iban necesitando
cada vez menos. No supimos retomar aquello que tuvimos. Lo que antaño nos hacía
gracia del otro, ahora lo detestábamos. Veíamos más lo que nos diferenciaba que
lo que nos unía. Nos fuimos convirtiendo en extraños. Rutina, conformismo.
Avanzábamos de manera independiente cada uno con su vida aunque seguíamos viviendo
bajo el mismo techo. Alejándonos más y más el uno del otro. Indiferentes. Al
final, me confesó su aventura. Me había sustituido en la cama por una compañera
de trabajo más joven. El fino hilo que nos unía se rompió. Lejos de montar una
escena, sentí un vacío, casi una liberación. Lo hablamos. Esperaríamos a que
los chicos se hubiesen marchado a la universidad para hacer efectiva la separación.
Sin gritos ni malos rollos, por los viejos tiempos.
Hurgo en el bolsillo y allí está. El colgante, un símbolo de
infinito con circonitas, que me regaló de novios. Y yo, guardándolo todos estos
años como una tonta. Me acerco a la cocina, abro la puerta del armario de la
izquierda y saco el almirez. Lo Introduzco en el vaso y machaco el puñetero
colgante con el mazo hasta convertirlo en polvo. Vacío el resultado en la
basura. Rompo de nuevo a llorar.
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