por Miguel Angel Marin
Te vinieron a buscar de madrugada.
Irrumpieron en tu casa con voces y malos modos. Eran la autoridad competente y
otros pájaros de mal agüero. A ti, que no habías hecho nada. Que nunca te
metiste en política. Que nunca hablaste mal de nadie. Que viniste de fuera. Que
solo intentabas aportar un poco de luz, meter un poco de conocimiento en las
duras molleras de los zagales del pueblo. Aquel, tu pueblo de adopción, era un pueblo
como tantos. Un pueblo atrasado y mísero de agricultores pobres, mulas y
ovejas, sin agua corriente ni electricidad, con las calles de tierra, que se
convertían en un lodazal cada vez que llovía. Alguien, a saber por qué, te
había denunciado. Realmente no importaba, aquellos aciagos días cualquiera que
te quisiera mal, por cualquier motivo, podía hacerlo.
Te hicieron vestirte deprisa. Con
lo primero que encontraron. Sin importarles lo más mínimo las súplicas de tu
mujer ni el llanto de tus pequeños. Te sacaron a la calle a empujones. Todavía
estaba negro allí afuera. No brillaba ninguna estrella. Ningún vecino osó
siquiera asomarse. Te hicieron caminar por entre matojos y espinos alejándote
del núcleo de la población. Tú ibas callado, encorvado, con la mirada vacía,
como conformado. Tus captores, excitados, te gritaban, te insultaban y
escupían.
Bien pasado el camposanto terminó
la caminata. Te obligaron a arrodillarte contra la pared medio derruida de una
antigua paridera. No dijiste una palabra. ¿Para qué? Una bala te atravesó el
cráneo. Apenas sentiste dolor porque tu espíritu, abochornado, estaba ya lejos,
en alguna otra parte. Tu cuerpo, inerte, se desplomó allí mismo.
El amanecer trajo una fina lluvia
que empapó tus tristes despojos. Era como si el cielo te llorase. Solo eras una
víctima inocente más de aquel tiempo de locura, en esta tierra nuestra, ingrata,
oscura y desolada.
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