por Miguel Angel Marín
Al principio solo estaba ÉL. De hecho ÉL era lo único que
había. No había nada que no fuera ÉL. Era un ser magnífico, completo, infinito,
omnisciente, todopoderoso y eterno. Pero se sentía solo y se aburría.
Una idea brotó en su mente: disgregarse, multiplicarse,
dividirse. Aquella idea le divirtió y decidió desarrollarla. Podía imaginar una
realidad diferente. Para ello, se analizó a sí mismo. Frente a un ser infinito,
todo en la realidad imaginada debería ser limitado, mensurable. Frente a su
eternidad, decidió crear el tiempo. Frente a su inmortalidad pensó instaurar la
dicotomía vida-muerte y someter a todos los seres a esa tiranía. Durante lo que
nosotros consideraríamos eones, de haber existido el tiempo, desarrolló esa
idea primigenia como el supremo ingeniero que era. De su imaginación surgieron
las dimensiones, el espacio-tiempo, la gravedad y otras fuerzas que regirían esa
realidad en lo macro. Y así imaginó galaxias, constelaciones, nebulosas,
agujeros negros, estrellas, planetas… Y en lo micro, ideó unas partículas
elementales, intrincadas estructuras nano, enlaces entre ellas, átomos,
moléculas… Estableció el principio de la evolución, el de prevalencia de la
vida… Y, para evitar que el plan fuera excesivamente mecanicista,
predecible, añadió un elemento más, distorsionador: el azar.
Cuando hubo terminado, contempló su obra y vio que era buena.
Se dispuso a disfrutar del espectáculo. Con su omnisciencia podría participar
de las experiencias, anhelos, placeres, alegrías, sufrimientos y muerte de
innumerables seres todavía no nacidos.
Utilizó entonces la palabra que fue como un hálito divino.
-SEA
Para iniciar el plan, comenzó a reducirse, a empequeñecerse,
a concentrarse más y más. Al final, del infinito quedó reducido al tamaño de
una canica. Pero una canica de una masa inconmensurable, en la que bullían unas
fuerzas inimaginables.
Y entonces, estalló.
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