por CLF
Cuando llegué a casa, Alberto estaba
en su habitación, sentado en el sillón, cubriéndose el rostro con las manos,
agazapado, mas arrugado que nunca, igual de confundido que siempre. Los últimos
rayos de la tarde entraban por la ventana dando un aspecto plateado a su canoso
pelo. Parecía cansado, abatido.
Los cajones de la cómoda abiertos
con los calcetines revueltos, como si hubieran librado una batalla por salir. Y
alguno lo había conseguido. Sobre la alfombra un revoltijo de papeles, fotos y
calcetines. La habitación parecía arrasada por el paso de un huracán. Y el
huracán tenía nombre, Alberto, mi hermano.
Me acerqué hasta él armándome de
paciencia y dulzura. Susurre su nombre, apartó las manos lentamente y me miró a
los ojos. Lo noté muy lejos. Le costaba mantener la mirada y balbuceaba algo
que yo no conseguía entender. Se puso de pié, corrió hacia la cómoda y volvió a
abrir y cerrar los cajones como si le fuera la vida en ello. Intenté que se
calmara, lo abracé lo más fuerte que pude y me dijo:
-
No me acuerdo.
-
¿De qué no te acuerdas, cielo? ¿Qué
pasa?
-
No recuerdo el nombre de mamá. He
estado intentándolo, mirando fotos, buscando cartas, pero nada.
-
Cielo, mamá se llamaba Antonia.
-
Y, ¿por qué no me ha llamado hoy?
Tengo que hablar con ella.
-
Estará ocupada. No te preocupes.
Seguro que nos llamará mañana.
-
Y de mi nombre, ¿te acuerdas de mi
nombre?
-
Hombre…pues claro que sí…¡Como
mamá! ¡Te llamas como mamá!
-
Eso es cariño.
Mamá murió hace veintidós años pero
Alberto no lo recuerda. Los últimos cinco años de su vida, desde que cumplió
sesenta, está borrando su vida hacia atrás. Empezó no recordando lo que había
hecho el día anterior y, según el médico acabará sin recordar cómo hablar o
cómo comer. Maldita enfermedad con nombre de psiquiatra que va matando, poco a
poco, los recuerdos del alma de quien la padece en un espectáculo cruel para
quienes los quieren.
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